Somos la suma de cuatro hospitales: el General, el Infantil, el de la Mujer y el de Traumatología, Rehabilitación y Quemados. Estamos ubicados en el Vall d'Hebron Barcelona Hospital Campus, un parque sanitario de referencia internacional donde la asistencia es una rama imprescindible.
El paciente es el centro y el eje de nuestro sistema. Somos profesionales comprometidos con una asistencia de calidad y nuestra estructura organizativa rompe las fronteras tradicionales entre los servicios y los colectivos profesionales, con un modelo exclusivo de áreas de conocimiento.
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La apuesta por la innovación nos permite estar en vanguardia de la medicina, proporcionando una asistencia de primer nivel y adaptada a las necesidades cambiantes de cada paciente.
La epidermólisis ampollosa (EA) es una enfermedad que engloba un grupo de desórdenes determinados genéticamente y que se caracterizan por la excesiva fragilidad de la piel y las mucosas ante traumas mecánicos mínimos. La enfermedad aparece en el momento del nacimiento o en los primeros años y dura toda la vida. El pronóstico es variable, pero suele ser grave. La edad de supervivencia son los 50 años y la enfermedad comporta complicaciones infecciosas, nutricionales o neoplásicas. Actualmente no tiene un tratamiento eficaz.
En función de la zona de la piel donde se produce la ampolla, la enfermedad se divide en cuatro grandes grupos y, a su vez, en más de 32 subgrupos.
Los síntomas cutáneos más frecuentes son la aparición de ampollas en las zonas de más fricción como las manos y los pies. Son lesiones hemorrágicas que pueden producir costras que se infectan con facilidad y prurito constante. El rascado contribuye a la aparición de nuevas lesiones y a la sobreinfección de las ya existentes.
Una vez se ha curado la ampolla, aparecen quistes de millium, cicatrices atróficas o hipertróficas que originan sindactilias de manos y pies, contracturas articulares, así como deformidades estéticas y limitación funcional en el uso de las manos o en la deambulación. Todo eso comporta una pérdida de autonomía.
Además, las heridas crónicas pueden producir carcinomas cutáneos de gran agresividad.
Aparte de eso, también puede desencadenar manifestaciones extracutáneas, como la participación en anexos de la piel, los dientes y los sistemas gastrointestinal, tracto urinario y el epitelio pulmonar.
La enfermedad presenta una prevalencia baja y afecta a uno de cada 17.000 nacidos vivos en el mundo.
Para detectar la enfermedad principalmente se hace un mapeo por inmunofluorescencia y microscopia electrónica. Además, en el caso de estos pacientes el diagnóstico genético es obligado porque la enfermedad puede implicar una evolución y pronóstico diferentes.
Aunque se está investigando, de momento, es una enfermedad que no tiene cura, pero sí se pueden hacer tratamientos preventivos y sintomáticos de las lesiones cutáneas, así como de las complicaciones sistémicas. Cuando se manifiesta la patología es vital la actuación rápida, ya que de ello depende la calidad y la esperanza de vida de los pacientes.
Actualmente, se están investigando nuevas terapias celulares y moleculares para combatir la enfermedad.
Las quemaduras se producen porque el organismo interacciona con una fuente de energía que eleva la temperatura del tejido. Este hecho provoca unas lesiones de los tejidos que coagulan las proteínas y producen la muerte celular. Aunque pueden ser una lesión local, pueden acabar repercutiendo en el funcionamiento de órganos y de sistemas internos. En la mayoría de los casos las quemaduras se producen porque el cuerpo interactúa con una fuente energética térmica, es decir, que tiene una temperatura más alta que la nuestra y nos transmite calor. Es el caso de las llamas, el agua hirviendo, los objetos calientes y las radiaciones solares. También hay quemaduras que se originan por una energía mecánica de fricción como en los casos de arrastre.
Cuando una quemadura es extensa y afecta al 15 % del cuerpo de un adulto o al 10 % del de un niño o de una persona mayor de 50 años, se denomina enfermedad del gran quemado. En esta enfermedad se liberan una gran cantidad de factores proinflamatorios desde la quemadura hasta el resto del cuerpo a través de la corriente sanguínea. La fase aguda incrementa la permeabilidad de las membranas de los vasos sanguíneos y de las células del cuerpo, lo que provoca cambios en la distribución corporal de los líquidos y depresión de la función celular.
Para hacer frente a la quemadura, el cuerpo inicia al cabo de pocos días una respuesta inflamatoria generalizada que consiste en un aumento notable del catabolismo para conseguir recursos energéticos. Además, ofrece también una respuesta hiperdinámica que traslada los recursos a las zonas lesionadas. Si la quemadura no se cuida pronto, la respuesta inflamatoria puede acabar consumiendo los recursos, agotar al enfermo, provocar el fallo de los órganos y, finalmente, la muerte.
Sin embargo, una vez curado, el paciente puede presentar secuelas funcionales y estéticas debido a la cicatrización o la retracción de las cicatrices. Este es el caso de las cicatrices hipertróficas o queloides, bridas cicatrizales que limitan la movilidad de las articulaciones, retracciones palpebrales o microstomías, entre otros.
Según la gravedad de las quemaduras hay diversos grados y se manifiestan de manera diferente:
Las quemaduras son un traumatismo frecuente, grave e incapacitante que, principalmente, se da en accidentes laborales, domésticos o de tráfico. La Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria calcula que, al año, tres de cada mil habitantes sufren quemaduras que necesitan atención médica. Los centros de atención primaria (CAP) atienden la mayor parte de los casos, pero entre el 15 y el 20 % necesita ingresar en el hospital.
El diagnóstico es clínico y hace falta personal profesional altamente especializado para curarlas, ya que se trata de una patología infrecuente.
Según el grado de la quemadura, los tratamientos pueden ser de:
La mayoría de las quemaduras son evitables y, por lo tanto, las principales herramientas de prevención son la educación de la sociedad y la legislación.
El ictus es una enfermedad causada por una alteración de la circulación de la sangre en el cerebro. Esta alteración es debida al taponamiento de una arteria (ictus isquémico) o a la rotura de un vaso sanguíneo (ictus hemorrágico), que impide que la sangre llegue al cerebro y, por lo tanto, altera temporal o permanentemente las funciones cerebrales. Cuando el flujo sanguíneo no puede llegar, la parte del cerebro afectada no obtiene nutrientes y oxígeno. A consecuencia de esto, las células cerebrales pueden morir, causando graves secuelas.
Por este motivo, si se sospecha que la persona está sufriendo un ictus, se debe avisar rápidamente al servicio de emergencias médicas (SEM) llamando al 112. Actuar rápido es imprescindible para minimizar o eliminar las posibles secuelas.
Los ictus se pueden agrupar en dos grandes categorías según el motivo que los produce:
Cuando se produce una interrupción del flujo sanguíneo temporal (entre 1 y 24 horas) hablamos de un Accidente Isquémico Transitorio (AIT); sin embargo, si la duración es superior o el escáner cerebral detecta necrosis (muerte neuronal), se considera ictus isquémico. El AIT es un factor predictivo de enfermedades vasculares y, en el caso del ictus, es un aviso de que la persona está en riesgo de sufrir uno. De hecho, un 40 % de las personas que sufren un ictus han sufrido previamente un AIT.
Ante la aparición repentina de uno o varios de los siguientes síntomas se debe actuar con rapidez llamando al 112:
Cualquier persona puede sufrir un ictus, independientemente de la edad y la condición, aunque es más frecuente en personas de edad avanzada. En torno al 75 % de los casos se producen en personas de más de 65 años, aunque cada vez más afecta a adultos jóvenes debido a sus hábitos de vida (entre el 15 y el 20 % son menores de 45 años). El ictus también puede afectar a niños: solo en Cataluña, 900 niños/as viven con una discapacidad a consecuencia de un ictus.
Esta enfermedad también es conocida por otros nombres como apoplejía, derrame cerebral, embolia cerebral, trombosis o accidente vascular cerebral (AVC). En Cataluña, más de 13.000 personas ingresan cada año por un ictus y, desgraciadamente, no siempre se llega a tiempo de salvar al enfermo.
Para determinar la causa de un ictus es necesario realizar un escáner cerebral (TC). El estudio se puede completar revisando el estado de los vasos cerebrales y cardiacos, teniendo en cuenta los factores de riesgo y las enfermedades crónicas que presenta el paciente. Sin embargo, no siempre es posible descubrir su origen.
Conocer la causa de un ictus permite establecer el tratamiento más adecuado para evitar que vuelva a suceder. Según la etiología (causa) se puede clasificar en:
Ante la sospecha de ictus se debe realizar una prueba de neuroimagen (tomografía computarizada cerebral (TC) o resonancia magnética (RM)) tan rápido como sea posible, que nos informará de:
Es posible que los especialistas soliciten otras pruebas como una radiografía de tórax (se realiza en el momento del ingreso como primera evaluación), un doppler o dúplex transcraneal (para conocer la presencia y localización de una posible oclusión o estenosis intracraneal), una analítica (para conocer el estado de factores de riesgo, estudio inmunológico y de coagulación, serologías, hormonas, función renal, etc.) o un estudio cardiológico (si existen sospechas de un ictus cardioembólico).
Tras el diagnóstico, los especialistas pueden pedir repetir las pruebas para detectar cambios, comparando las imágenes obtenidas con las previas, o bien solicitar nuevas pruebas.
El tratamiento del ictus se tiene que aplicar de forma inmediata, ya que la rápida actuación puede disminuir las consecuencias posteriores. Sin embargo, habitualmente es necesario un periodo de rehabilitación para eliminar o reducir las posibles secuelas.
Después de sufrir un ictus, el riesgo de tener otro es mayor, por ello es necesario tomar medicamentos para reducir el riesgo, siguiendo siempre las pautas médicas. Durante el primer año después de sufrirlo es cuando hay mayor riesgo de recaída.
El hecho de sufrir un segundo ictus puede tener un desenlace fatal. En los supervivientes, comporta un aumento del grado de discapacidad y de riesgo de demencia, así como una mayor tasa de institucionalización.
La afectación puede ser diferente en cada paciente. Los síntomas, más o menos graves, dependen de la zona y el volumen de cerebro afectado, así como del estado general de salud previo.
En el caso de un ataque isquémico transitorio (AIT), que no acostumbra a dejar secuelas, o algún tipo de ictus isquémico, con una buena respuesta al tratamiento, la recuperación es prácticamente inmediata. En otras ocasiones, la recuperación es a más largo plazo y se produce en semanas/meses, dejando algún tipo de secuela.
También puede producirse un empeoramiento del paciente por causas neurológicas o complicaciones como fiebre, infecciones u otros. En los casos más graves puede comportar la muerte.
Una vez que el paciente tenga el alta, los profesionales de referencia son el equipo de atención primaria, que controlarán los factores de riesgo y otras enfermedades crónicas. En casos complejos, se tendrán que hacer visitas con especialistas, como neurólogos.
La vuelta al domicilio después del alta hospitalaria variará en función del grado de afectación y la situación familiar. Del mismo modo, la reincorporación a la vida cotidiana dependerá de las secuelas de cada enfermo.
Medicina Física y Rehabilitación, Hospital Traumatologia, Rehabilitació i Cremats
Medicina Física y Rehabilitación, Hospital Infantil i Hospital de la Mujer
Ictus y Hemodinámica Cerebral, Hospital General
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